Resulta difícil hablar de una película como El árbol de la vida (The tree of life, Terrence Malick, 2011). Para empezar un largometraje tan complejo como el de Terrence Malick requiere ser visto varias veces para poder valorarlo como se merece: no resulta fácil retener en la memoria tantas imágenes hipnóticas ni tantas sugerencias como las que propone una obra tan monumental como ésta, repleta además de profundas reflexiones sobre cuestiones trascendentales. Por si fuera poco, es bastante probable que la versión cinematográfica de El árbol de la vida diste mucho de ser la más completa, pues se rumorea que su director está trabajando en un montaje más extenso de alrededor de seis horas de duración. Por todos estos motivos las líneas que siguen a continuación no pretenden ser un análisis completo sino tan solo algunas anotaciones fruto de las primeras impresiones suscitadas por El árbol de la vida, una película capaz de provocar tanta admiración como rechazo pero que a nivel personal me ha parecido magnífica.
Un aspecto sobre el que quizá no pueden sacarse conclusiones precipitadas es el posible carácter autobiográfico de al menos una parte importante de El árbol de la vida. La película, preparada durante décadas por Malick, se centra en la descripción de los O’Brien, una familia fuertemente dominada por un padre severo y autoritario (Brad Pitt) que sufrirá la súbita e inesperada pérdida de R.L. (Laramie Eppler), uno de sus tres hijos. Las tensas relaciones de Malick con su progenitor y la muerte prematura de uno de sus hermanos (aficionado, al igual que el R.L. de la película, a tocar la guitarra) sugieren el alto grado de implicación personal del director en este lírico relato, aunque el conocido secretismo con el que el cineasta trata su vida personal impide establecer más conjeturas al respecto.

Al principio de El árbol de la vida, un adulto Jack O’Brien (interpretado por Sean Penn en su madurez y por Hunter McCracken en su infancia) se muestra cansado y desorientado, completamente absorto en sus pensamientos. Resulta espléndida la forma en la que Malick lo muestra llevando a cabo su rutina laboral en un entorno arquitectónico tan sofisticado como frío, en una atmósfera completamente distinta a la que respiraba durante su niñez, en la cual el contacto con la naturaleza era constante. Pienso que la película entera está filtrada a través la mirada del Jack adulto, quien bucea en sus recuerdos para reflexionar de qué modo se formó su carácter introspectivo. Esos recuerdos, fragmentados por el paso del tiempo, le llevan a su infancia y a la educación recibida por parte de sus padres. Es en este punto donde se estrechan los lazos entre El árbol de la vida y La delgada línea roja (The thin red line, Terrence Malick, 1998), aquella espléndida cinta bélica centrada en gran parte en el enfrentamiento entre dos formas opuestas de entender la existencia: la del cínico sargento Welsh (Sean Penn), para quien una vida en este mundo no significaba nada, y la del soldado Witt (Jim Caviezel), empeñado en retornar a la pureza primitiva del hombre. En El árbol de la vida se repite esta dicotomía, contraponiendo la inocencia casi angelical de la madre (Jessica Chastain), quien enseña a sus hijos a amar la naturaleza y a buscar la espiritualidad oculta en todas las cosas, con la disciplina casi militar impuesta por el padre, un músico frustrado que descarga toda su insatisfacción en sus hijos contagiándoles un fuerte pesimismo hacia un mundo en el que en su opinión tan solo sobrevive el más fuerte. La muerte de uno de sus hijos supondrá un durísimo golpe para el matrimonio O’Brien, poniendo a prueba las creencias religiosas de la madre tal y como se encargan de remarcar las referencias bíblicas a Job, quien pese a ser un hombre justo tuvo que superar una serie de espantosas calamidades con el fin de demostrar su inquebrantable fe en Dios.




Calificar de bella la estética de Malick es insuficiente para expresar su magnitud. El árbol de la vida presenta una puesta en escena en la que cada elemento está tratado con la máxima exquisitez, desde una virtuosa planificación, con la cámara en constante movimiento, hasta un montaje repleto de elipsis, pasando por las voces en off que nos trasmiten las reflexiones, las emociones y los sentimientos de los personajes, haciéndonos partícipes de sus monólogos interiores. Sin embargo la fotografía y la banda sonora merecen menciones muy especiales. El operador Emmanuel Lubezki, quien ya colaboró con Malick en El nuevo mundo (The new world, 2005), consigue unas imágenes de inolvidable plasticidad, haciendo un uso magistral de la luz natural para expresar las emociones de los personajes. Por su parte la banda sonora, tal y como es habitual en el cine de Malick, combina con gran armonía la partitura original, compuesta en esta ocasión por un inspirado Alexandre Desplat, con una extensa colección de piezas clásicas de compositores como Bedřich Smetana, Hector Berlioz, Henryk Górecki, John Tavener o Zbigniew Preisner.
Puede discutirse si El árbol de la vida es o no esa obra de arte total que en todo momento intenta llevar a cabo Terrence Malick: el tiempo dirá si estamos ante una obra perfecta o ante un conjunto de brillantes ideas diseminadas a lo largo de una película de proporciones gigantescas. Pero si de algo no cabe la menor duda es de que nos encontramos ante la obra de un cineasta comprometido con la búsqueda de nuevas formas expresivas y plenamente convencido de que no todo está ya inventado en el séptimo arte.