lunes, 22 de febrero de 2010

MAD MEN: Los publicistas de la Avenida Madison



     Mad men es una de esas series de televisión que empiezan a emitirse sin hacer mucho ruido y que poco a poco, y gracias al aplauso de la crítica y a los importantes premios conseguidos, alcanzan la consideración de series de culto. Creada por Matthew Weiner para el canal de televisión por cable AMC, Mad men ya ha concluido la emisión de sus tres primeras temporadas en los Estados Unidos. El visionado de los trece capítulos que componen su primera temporada me ha permitido comprobar que su prestigio está completamente justificado, pues se trata de una serie extremadamente interesante y muy diferente a los productos televisivos de más éxito.

     Tal y como se explica en el primer capítulo de la serie, “mad men” es el término creado a finales de los años 50 para designar a los publicistas que trabajaban en la Avenida Madison de Nueva York. La serie se centra en el día a día en los despachos de la agencia de publicidad Sterling Cooper, empresa en la que destaca el trabajo del publicista Don Draper (Jon Hamm). La descripción que la serie hace del mundo de la publicidad es uno de sus grandes alicientes, pues sirve tanto para retratar el mundo laboral de los protagonistas como para realizar una panorámica sobre la Norteamérica de los años 60, época en la que transcurre la acción. De este modo resulta fascinante contemplar cómo se afrontan campañas publicitarias tan retorcidas como la realizada para una importante marca de cigarrillos, justo en los años en los que empezaban a resultar evidentes los efectos perjudiciales para la salud producidos por el tabaco. Otras campañas reflejan de manera indirecta los prejuicios de la sociedad de la época, ya sean raciales, sexistas o antisemitas. Por otro lado un aspecto muy significativo, y que dice mucho de su falta de escrúpulos de los profesionales de Sterling Cooper, es que éstos afrontan exactamente con el mismo interés la promoción de una marca de pintalabios que la campaña para la presidencia de Richard Nixon: no importa el producto que se venda, lo único importante es dejar satisfecho a los clientes.


     Otro de los grandes méritos de Mad men consiste en su rico retrato de personajes, todos ellos excelentemente interpretados por un magnífico grupo de actores. Aunque en ocasiones también se nos describe la vida hogareña de los protagonistas, siempre resulta más interesante todo lo que sucede dentro de las oficinas de Sterling Cooper, empresa poblada de personajes tan ricos en matices como Peter Campbell (Vincent Kartheiser), el ambicioso publicista capaz de cualquier cosa con tal de ascender cuanto más rápido mejor, o Peggy Olson (Elisabeth Moss), la secretaria con un talento para la publicidad que nada tiene que envidiar al de los hombres de la agencia pero que se ve subestimada debido a su condición de mujer. Pero sin lugar a dudas lo mejor de Mad men es Don Draper, el personaje interpretado de forma extraordinaria por un memorable Jon Hamm, quien construye su personaje mediante gestos, silencios y miradas que siempre nos dicen mucho más que sus palabras.

     Y es que Draper se revela como un personaje fascinante a quien los espectadores vamos conociendo lentamente, según se nos van suministrando datos acerca de su oscuro pasado a través de breves y esporádicos flashbacks. Pero incluso antes de que conozcamos sus secretos una cosa se hace evidente: si en el trabajo Draper se vale de su habilidad para la mentira creando falsas necesidades entre la población, con el fin de que ésta consuma los productos que anuncia, en su vida personal se comporta igualmente como un hombre oculto tras una máscara, un mentiroso que no se muestra tal y como es ni siquiera ante su esposa e hijos. Más tarde comprobaremos que Draper es, de un modo curiosamente similar al Seymour Skinner/Armin Tanzarian de Los Simpson, un hombre capaz de ocultar su verdadera identidad con el fin de construirse un mundo a su medida. De ahí que nunca sepamos a ciencia cierta de lo que es capaz para mantener enterrados sus oscuros secretos.

     Desde un punto de vista estético Mad men destaca por la sutilidad y elegancia de su estilo, hasta tal punto que en ocasiones resulta difícil justificar que sus imágenes pertenecen al mundo de la televisión y no al del cine. No sólo la ambientación de la serie en los años 60 resulta impecable, sino que además su puesta en escena está desprovista de cualquier artificio que pueda resultar anacrónico. En ese sentido no resulta exagerado decir que Mad men presenta un acabado formal bastante superior al de gran parte de los largometrajes que cada semana se estrenan en los cines. Sería injusto no mencionar los títulos de crédito que preceden a todos los capítulos, un divertido homenaje a los diseños que Saul Bass creó para obras maestras de Alfred Hitchcock como Vértigo (Vertigo, 1958) o Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959).

     El tono adulto de la serie, que trata al espectador con un gran respeto hacia su inteligencia, es lo que diferencia a Mad men de otras muchas series de televisión. Su primera temporada, de un notable cuando no excelente nivel de calidad, se presenta como un aperitivo de lo más prometedor de cara a lo que vendrá después.


jueves, 4 de febrero de 2010

NINE: Las musas de Guido Contini



     Existe un fenómeno del cine contemporáneo que despierta poderosamente mi curiosidad: el de los jóvenes realizadores que se ven desprestigiados con la misma rapidez con la que se vieron consagrados gracias a sus primeros trabajos. Rob Marshall es el ejemplo perfecto. Cuando estrenó su primera película, la excelente Chicago (id, 2002), la reacción general tanto por parte del público como de la crítica fue de entusiasmo. Siete años después estrena Nine (id, 2009), su nueva incursión en el género musical, y la sensación general es de una notable frialdad y rechazo. Y no deja de ser una lástima porque, al menos en mi opinión, Nine es una magnífica película y, probablemente, el mejor musical de los últimos años.

     Sin lugar a dudas uno de los motivos por los que Nine está siendo objeto de semejante frialdad radica en su reconocida fuente de inspiración: el clásico Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) de Federico Fellini. Sin embargo, me parece equivocado valorar Nine como si tratara de un simple remake de la película de Fellini, y por dos razones: primera, la película de Marshall no se basa directamente en la película protagonizada por Marcello Mastroianni, sino en el musical de Maury Yeston y Arthur Kopit estrenado en Broadway en 1982; y segunda, como entenderá todo aquél que conozca la obra de Fellini, la simple idea de hacer un remake de Ocho y medio no tendría el menor sentido, puesto que ésta era básicamente una reflexión que el director italiano realizaba sobre su propio cine y su propia vida. Lo que a mi entender hace la película de Marshall (no tengo el gusto de conocer por mí mismo el musical de Broadway) es tomar la base de la película de Fellini para, a partir de ella, hacer algo diferente y, lo que es mejor, radicalmente personal. Sin embargo, esto no quita que Nine sea, entre otras cosas, un honesto y divertido homenaje al cine de Fellini, y no sólo a Ocho y medio. En este punto debo confesar que no conozco la filmografía de Fellini tan profundamente como me gustaría, pero aún así no me ha costado reconocer referencias a La dolce vita (id, 1960) –el póster qua decora uno de los muros de Cinecittà (idéntico al cartel original de la cinta de Fellini), la presencia de los paparazzis, la fuente que sirve de escenario de uno de los últimos números musicales-, así como a toda su obra en general –la alusión a la primera etapa neorrealista del director, la ambientación en Roma (escenario del grueso de su filmografía), la música incidental claramente inspirada en Nino Rota (músico por antonomasia del cine felliniano)- e incluso su propia vida –las referencias a Rimini (su ciudad natal), la presencia en el reparto de Sophia Loren (amiga personal del cineasta) o la breve escena en la que Guido Contini (interpretado por el siempre sensacional Daniel Day-Lewis) esboza el dibujo una mujer de generosas formas, tal y como solía hacer el director de Amarcord (id, 1973)-.

     Pero lo que más me interesa de Nine es lo que tiene de consolidación del estilo de Marshall a la hora de construir un musical cinematográfico. Del mismo modo que sucedía en Chicago, en Nine los números musicales tienen la virtud de hacer progresar la acción enriqueciendo el retrato de los personajes. Si en la película protagonizada por Catherine Zeta-Jones las canciones nos revelaban los auténticos pensamientos de unos personajes que siempre mentían aquí sucede algo parecido. Marshall ya establece el tono del relato cuando, en la secuencia inicial, vemos a Guido a solas en un plató de los estudios Cinecittà, atemorizado ante el inicio del rodaje de una película para la que no siente inspirado; lentamente empiezan a surgir de la oscuridad las musas de Guido, es decir, todas las mujeres que han significado algo en su vida: su esposa Luisa (una excelente Marion Cotillard), su amante Carla (Penélope Cruz), su fallecida madre (Sophia Loren), su diseñadora de vestuario y confidente Lilli (Judi Dench), la periodista Stephanie (Kate Hudson) y Saraghina (Stacy Ferguson), la mujer que durante su infancia le inició en los placeres carnales. La visión de todas estas mujeres es imaginaria, por lo que la secuencia tiene algo de inmersión en el mundo personal del artista. Durante el resto de la película las canciones existirán solo en la mente de los personajes. Por ejemplo, en la secuencia de presentación de Carla vemos cómo Guido la llama por teléfono; Marshall, en lugar de montar la secuencia alternando imágenes de ambos interlocutores, renuncia a enseñar a la auténtica Carla al otro lado de la línea, mostrando a cambio una visualización del deseo que la mujer despierta en Guido, con Carla cantando la sugerente canción “A call from the Vatican”. Más adelante, y en una de las mejores secuencias de Nine, Luisa comparte mesa con Guido y su equipo de rodaje; durante el transcurso de la cena, la esposa del protagonista se evade mentalmente e, imaginariamente, entona la canción “My husband makes movies”, transmitiendo toda su frustración ante las infidelidades de su marido. En otros momentos Marshall combina el blanco y negro y el color para narrar pequeños flashbacks de la infancia de Guido enriquecidos también con sus propias canciones, como sucede en el que probablemente es ya el número más famoso de la película: “Be italian”, que muestra el encuentro en la playa de unos niños con Saraghina, momento que Marshall monta en paralelo con una elaborada coreografía que, en un espacio mental de Guido, ilustra las enseñanzas de la extraña mujer.

     No hay que olvidar que además de un musical Nine es, de forma parecida pero no del todo idéntica a la del film de Fellini, una nueva muestra de lo que ha venido en llamarse “cine dentro del cine”. Al respecto hay que destacar la ya citada secuencia inicial en un plató de Cinecittà, que cerrando un círculo perfecto también será el escenario de la secuencia final. En dicha conclusión (SPOILER) Guido, tras superar su crisis creativa y de nuevo rodeado por sus musas, iniciará por fin el rodaje de su nueva película, titulada precisamente... Nine; de ahí que los espectadores podamos pensar lícitamente que la película que acabamos de ver no es otra que la que Contini empieza a rodar en ese preciso instante. El broche de oro lo pone el último plano, en el que Guido, con un niño sentado en sus rodillas que no es otro que él mismo a la edad de nueve años, comienza la filmación gritando “acción” y, de una forma que recuerda a Cazador blanco, corazón negro (White hunter, black heart, Clint Eastwood, 1990), dando paso al fundido en negro final (FIN DEL SPOILER).

     Si el contenido de la película es extremadamente fiel a la concepción que del musical tiene Rob Marshall no lo es menos su puesta en escena. El realizador ofrece nuevas muestras de su talento a la hora de conjugar recursos propios del teatro (esos decorados a medio construir, esa iluminación que oscurece el escenario y sitúa algunas figuras a contraluz) con un sentido del montaje puramente cinematográfico, que tiene el mérito añadido de combinar los diferentes planos narrativos sin restarle espectáculo a las coreografías. También hay que destacar positivamente el uso del formato panorámico y de un montaje más pausado que el de Chicago, lo que repercute en una mayor claridad visual.

     Todas estas virtudes me parecen más que suficientes para considerar a Rob Marshall como el más interesante renovador del género musical en los últimos años y para reivindicar a Nine como un brillante e inteligente espectáculo de los que ya no abundan en el séptimo arte.